El día que llegó Ámbar a mi casa
no pude sacar ninguna foto. La trajimos en un bolso marrón para gatos dibujado con flores celestes, rosas, verde agua, en tono opaco. El bolso no era estable, se inclinaba apenas hacia un lado, deformándose. Durante el viaje nada raro ocurrió, no hubo ruidos ni movimientos bruscos. Ámbar estaba tranquila, o más bien particularmente aterrada. Unos días antes de buscarla yo había empezado a informarme sobre lo que sería ideal para darle la bienvenida a un gato: supe que prepararle un espacio pequeño con comida, agua y baño era lo mejor para los primeros días de acostumbramiento, y que sería conveniente, al llegar, apoyar el bolso en el piso y abrir el cierre sin más, dejando que la gata saliera sola cuando estuviera lista para hacerlo. Eso fue lo que hicimos. Entramos en la cocina, apoyamos el bolso, abrimos el cierre y nos fuimos, cerrando la puerta detrás de nosotros. La cocina es un espacio relativamente chico y contenido y yo creí que todo se iba a dar muy bien, sin embargo cuando volví a abrir la puerta descubrí a la gata lista para pegar un salto y huir. Se escondió abajo de mi cama, bien al centro, en un punto inaccesible para cualquier tipo de brazo humano. Ámbar todavía no tenía nombre. Mi amigo J me habría sugerido el nombre Ozu, y yo habría pensado en Dulce y Miel.
Los primeros días de Ámbar en casa fueron particularmente desafiantes para mí. Pasó su primera noche abajo de mi cama, paralizada, sin emitir sonido alguno. Quise arrimarle unos bocados de comida pero ella no se movió, nisiquiera atinó a olerlos. Nos mirábamos de lejos. Ella, desafiante, con los ojos abiertos y el cuerpo perfectamente detenido en un estado de alerta total. Yo con el brazo estirado, el cuello torcido y muchísimas preguntas. Pude entender que tenía mucho miedo. De hecho, cuando me desperté a la mañana siguiente, no la encontré en el mismo lugar. No estaba debajo de mi cama ni detrás de los cuadros apoyados en el piso, tampoco arriba del termotanque ni debajo del horno, ni atrás del inodoro y en ningún lugar donde la busqué. Lentamente conjeturé que estaría detrás de la heladera. Me habían comentado al pasar que ese podría ser un escondite y me apropié de la idea para referir el estado incierto de la gata cuando alguien me preguntaba por ella: está atrás de la heladera, pero come toma agua y va al baño. A mí la incertidumbre no me molestaba, pero ante la curiosidad y preocupación ajenas elegí aparentar seguridad y capacidad de resolución. Muchas veces soy capaz de ahorrarle al otro mi profundo extrañamiento pensando que tal vez pueda traerle problemas, pérdida de tiempo o confusión. Tal vez sea egoísta de mi parte guardarme el asombro, pero a veces me siento vulnerable para entrar en debate y entonces prefiero cuidar mis preguntas. ¿Por qué la certeza nos hará sentir más responsables? ¿Desde cuándo saber se convirtió en una exigencia? ¿Actué con desapego hacia la gata? Evidentemente no estaba tan preocupada, a pesar de las advertencias que me habían dado sobre lo peligrosa que podría ser la temperatura que despedía el motor de la heladera, yo, sin conocer absolutamente nada de quien sería Ámbar y de los gatos en general, ya podía confiar en ella. No sabía con seguridad cuál era su escondite, es cierto, y sin embargo podía sentir que estaba a salvo, que ella sabía lo que hacía. ¿Quién no estaría asustado en su lugar? Pasar de una casa a otra a través de la oscuridad de un bolso, en manos de una extraña y sin previo aviso, aparecer en otro mundo, nuevo, diferente, lleno de capas desconocidas que ver, procesar, conocer, masticar y tal vez, por qué no, en el mejor de los casos, aceptar, ¿quién no estaría asustado? ¿No es el miedo a lo desconocido, acaso, aquello que nos trama silenciosamente como especie? Recuerdo esos primeros días de mayo con poca nitidez. Pensaba en la vulnerabilidad con bastante frecuencia. Llegué a empatizar por completo con el estado de mi gata, vivir con ella significó durante un tiempo descubrirme un poco más, reconocer algo de mí en su propio miedo. Hablaba sola en la cocina imaginando que ella estaría ahí, siempre con la delicada intención de acercarme sin ejercer ningún tipo de autoridad. Una tarde mi amiga Mechi la descubrió atrás del Lavarropas. Fue la primera vez que la vi desde que había llegado. No estaba detrás de la heladera entonces. Me dio impresión porque no tuvo que buscarla demasiado, al contrario, apenas entró a mi casa preguntó por ella y, como movida por el impulso de una urgencia personal e intuitiva, subió la escalera y dijo: acá está! No podía ser, pero era. Evidentemente yo no la había buscado tan bien. Hoy pienso que tal vez fue por respeto. Si no indago demasiado es porque necesito un poco de misterio para vivir. A veces es espacio, a veces tiempo. Tal vez parezca un disparate, pero hay una confianza ciega que me acompaña y se traduce en una clase paciencia: puedo convivir un tiempo con lo indefinido sin desesperarme. El 1 de mayo la descubrí escondida en una campera mientras ordenaba el placard y pegué un grito. Ella salió disparada y empezó a dar vueltas en círculos por toda la casa. Yo la seguí al principio hasta que me di cuenta de que lo mejor sería sentarme en el piso. Pude registrar que estaba acelerada y solté una risa absurda. La escena fue una clara manifestación del pánico que ambas veníamos conteniendo. Ninguna de las dos quería salir a la luz, pero nos descubrimos mutuamente y se sintió liberador.
Hoy me parece increíble recordar todo esto. Las noches en que me iba a dormir, entre la frustración y el asombro, sabiendo que recién en ese momento, con todas las luces apagadas, Ámbar saldría de su indescifrable escondite para meter el hocico en el plato de comida. El ruido que hacía al masticar cada bocado me conducía al sueño profundo. Nuestra convivencia tuvo un inicio silencioso, sutil, anclado en tímidas muestras de afecto y presencia. Hoy estamos muy cerca. Mientras escribo esto, Ámbar duerme en una silla. Está tranquila, como entregada al sueño. Y yo también, de a poco, estoy aprendiendo a quedarme dormida.
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