Tirando para no aflojar

para papá, Mora y Vic.


Nos subíamos al mismo taxi para llegar al centro médico en donde le hacía masajes Fernanda. Siempre que salíamos del lugar, mi abuela olía a eucalipto. Tomábamos el ascensor para bajar a la planta baja, y como era verano ella usaba una blusa ligera, blanca, con flores plisadas, que nunca se olvidaba de apreciar en un decir dulce y repetido que para nada me molestaba. "Hoy no se encuentran detalles como estos en las prendas", decía como si fuera la primera vez que observaba el revés de la tela, y agregaba una sonrisa pícara que para todos será inolvidable. Antes de llegar a su casa y despedirnos, algunas veces la acompañé al kiosko de la esquina en donde venden los bombones de fruta que tanto le gustaban. Nunca se olvidaba de los dulces. Tampoco de las leches que tomaba en su casa con sus hermanas y hermanos, las provisiones de buena calidad que aportaba su papá en cantidades importantes para toda la familia. Contaba que una vez a la semana se cenaba chocolate caliente casero, y recordaba el tamaño de la olla que usaban para prepararlo haciendo un gesto con las manos. Una vez me prestó una bombacha. Me ayudaba con las tareas de matemática, me enseñó a jugar a la escoba del 15, a planchar, a cocinar pastafrola, pepas de membrillo y café instantáneo sin grumos a fuerza de revolver con insistencia. Yo le saqué retratos en blanco y negro, le pedí que me mostrara las cartas que mi abuelo le escribió, admiré su letra desde que la vi por primera vez. Me gustaba su elegancia y también su ropa de entre casa. Los mates con azúcar, bien calientes y lavados de tanto tomar porque los cebaba rápido. No conocí a la mujer estricta y exigente que dicen que fue, solamente el rastro lábil de una dureza que se notaba ya no le pertenecía, era apenas el eco de un tiempo lejano que ella recordaba con una inocencia perfecta. De mi abuela me tocó admirar toda la blandura que consiguió con los años, toda la humildad que relucía en ella como un regalo de la naturaleza humana. Recuerdo del último tiempo un ataque de risa que nos agarró a las dos en plena Avenida Santa Fe mientras esperábamos a su hijo (mi papá). Perdió el equilibrio antes de cruzar la calle y se agarró fuerte de mi campera. Lo mismo había hecho yo tantas veces, en la montaña, cuando aprendía a esquiar y ante la inminencia de una caída me agarraba de la ropa de cualquier persona que se cruzara en el camino. Me dio risa la situación, risa la vulnerabilidad de mi abuela, la vulnerabilidad mía y la vulnerabilidad de los seres humanos en vida, la vulnerabilidad de la vida y que la vida lindara esa vez (como tantas otras veces) con lo especialmente disparatado. El sentido del humor nos hizo invencibles, cómplices. Varias veces me dijo antes de irse que yo le estaba haciendo boicot al mate. En su alacena quedó una bolsita de cardo mariano que yo dejé una tarde. En su heladera una leche de almendras vencida que nunca tiró. En la mía un dulce de kinotos sin abrir que hice cuando me enteré de que ella lo preparaba. Y en general, entre todos, muchas cosas por descubrir, saber, recordar y aprender. La gratitud es una de ellas. Y hoy está brillando en mi corazón. 






Comentarios

  1. Qué lindo lo que escribiste Oli. Me encantó esa forma sutil pero, al mismo tiempo, detallada de describir escenas cotidianas con --y de-- la abuela. Todo muy real, muy cierto. Me gustó también esa parte donde el sentido del humor las hizo cómplices e invencibles.
    Gracias por traerme esta foto etérea pero refrescante.

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  2. Hola pa! No había visto nunca este comentario. Qué lindo lo que decís, te quiero mucho ❤️

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