Un tatuaje de Heráclito

Camino sobre Bartolomé Mitre a paso liviano, envuelta en un aire templado, lleno de mensajes. “Pensé que era una flor naranja, pensé que era una flor naranja fosforescente” me dice una voz por dentro en seguida de pasar una ventana. Y es que pensé que era una flor naranja fosforescente aquello que sobresalía del marco de la ventana de la esquina que miré al pasar, casi obnubilada. De un naranja fosforescente parecido al de los resaltadores que usaba en el colegio para subrayar las cosas importantes. De repente me acuerdo de los resaltadores, de mi cartuchera, de las mochilas firmadas con liquid paper. Sigo caminando inspirada por ese viaje en el tiempo y también recuerdo algunos libros, la humedad me ayuda a entrar en otra dimensión. Viajo en los aromas del clima. Me encuentro con la frescura de los papelitos guardados entre las páginas de un libro gordo, me encuentro con las palabras escritas en lápiz negro, la letra curva y adolescente de algunas frases grandilocuentes pero extrañas, exageradas y urgentes. Y entonces, de repente, a los recuerdos que van bañando mi cabeza como gotitas caídas de una nube generosa, se agregan escenas más recientes, vívidas y contemporáneas, de los viajes en subte a la tarde, cuando rodeada de chicxs en uniforme yo pienso: alguna vez el mundo fue eso, un número de teléfono anotado en la palma de mi mano. Alguna vez el tiempo fue eso: un tránsito libre y desinteresado, liviano, nervioso, dulce, tímido y ardiente. Para mi sorpresa, no puedo decir que haya dejado de ser eso, el tiempo, hoy. Lo que se agrega es la experiencia y los matices. Algo se agranda por dentro cuando recuerdo, algo se ensancha, se ensombrece de nuevos contrastes y formas. No siento pena al recordar. No siento culpa, ni arrepentimiento ni vergüenza. Sólo ternura y asombro, gracias, perdón y curiosidad. 


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